EL INVIERNO (2016) de Emiliano Torres

“En la Patagonia, conseguir un trabajo puede ser una lucha por la vida”
La Patagonia se muestra fría y árida, se nos presenta como el fin del planeta, el último lugar de la existencia humana. La Patagonia absorbe nuestros sentidos entre ovejas, trabajadores explotados, putas y alcohol. «El Invierno» es un retrato de una parte del mundo que comienza a desaparecer, a extinguirse de un modo inexorable. La Patagonia es el teatro donde se dan vida esas últimas escenas de arcaica ruralidad. Emiliano Torres, director del film, recorre con nosotros las incertidumbres de la vida en el campo, de la supervivencia en ese medio hostil y en gran parte, de la soledad que implica esa forma de vida. Evans, ese viejo y huraño capataz que da vida Alejandro Sieveking, que se muestra gélido en los primeros compases del metraje para acabar siendo el más vulnerable de todos, recluta a unos hombres para que se encarguen de esquilar a las ovejas. Entre esos rudos y pobres trabajadores se encuentra Jara (Cristian Salguero), un chico que es distinto de los demás, no bebe alcohol ni es mal hablado. El mundo rural y la explotación de la obra de mano barata y sin cualificar es la tónica del primer tercio de la película, donde vemos el maltrato que sufren por parte de los mandamases los jornaleros, que tienen que dormir en un mugriento y asqueroso establo trayéndose ellos mismos sus colchones. El capataz y su secuaz explotan por igual a las ovejas, apiñadas en camiones, como a los trabajadores, que parecen mulas de carga sin sentimientos.
Jara no parece pertenecer a ese microcosmos, donde el capataz decide que para acallar a los jornaleros por no poder trabajar un día, lo mejor es llevar putas y vino. Un mundo sucio, de aspecto agreste y explotación latifundista. La soledad del lugar nos golpea: no hay nada, solo estepa, ovejas y montañas. En el segundo acto es cuando de verdad vemos la crudeza de todo, la impía realidad que sufre día a día Evans, y que lo convierte en un ser arisco y desagradable. Esa soledad sin nada ni nadie, la soledad del masovero que cuida el rebaño. Hasta que un día la vejez se cruza en su camino, y por ella, o derivada de ella, lo despiden. No solo le despiden de su trabajo, sino que le arrancan su vida, su única forma de entender el mundo: cuidar del ganado en invierno y esquilarlo en verano. Su universo y su autoridad ya no sirven para nada, el mundo real, con sus ciudades y pueblos, es lo que le espera ahora. Un autobús lo saca de La Patagonia y lo devuelve al asfalto, lo secuestra de la naturaleza, dura y cruda a veces, y lo enfrenta a sus miedos. Su hija, sus nietos, su yerno, un mundo al que ya no pertenece del que, por algún motivo poco relevante, se marchó, huyó. Mientras la rueda de la vida continúa y La Patagonia está a punto de engullir otra vida, otra familia. Jara, el chico que se había distanciado de sus pendencieros y torpes compañeros, pasa a cuidar de la finca, a ser el nuevo capataz, asciende (o quizás no) a otro nivel. Tendrá un trabajo estable, aunque eso lo aleje de su mujer embarazada y de su hijo. Ese mundo que tal vez quiere olvidar. La historia parece repetirse, el esfuerzo humano vuelve a ser el motor principal de aquella explotación de lana. El invierno llega, los jornaleros hace tiempo que se marcharon y Jara languidece paseando por la casa, alimentando a los perros y oyendo ruidos en las frías noches. Aquello es el paraíso, pero también el único lugar donde Evans era feliz, ¿todo se lo había robado Jara?, ¿era él el culpable de su sufrimiento?
La violencia explota en las manos de ambos mientras luchan por sus vidas y por un trozo de ese lugar, en el caso de Jara, de esa gran oportunidad de trabajo y en el de Evans, en el único lugar que puede considerar su hogar. Ambos se entregan a los puños hasta que uno muere, y fallece en La Patagonia, ese lugar mágico y telúrico que le ha servido para ser feliz, para ser alguien, para creerse por encima de los demás. Pero aquel lugar solo es un sueño en los tiempos modernos, en los tiempos de la rapidez y del turismo que todo lo contamina, que todo lo quiere poseer y que no teme arrasarlo todo por el camino. La granja se vende, ya no es para nadie, solo para los turistas que lo llenarán de otras cosas, pero no de sueños vitales, turistas que no serán capaces de verlo como su hogar. Dos personas luchando por la nada. Un mundo feroz que aplasta las formas tradicionales de vida, la turistificación de espacios protegidos, de lugares sagrados o de medios de subsistencia. El aislamiento de La Patagonia que sumerge a los dos protagonistas en un limbo donde el tiempo no para, donde se debe haber detenido y donde todo, aunque parezca absurdo, es mucho más fácil: cuidar del ganado, alimentar a los perros y cuidar de aquello, sin tener que enfrentarse a hijos, emociones o a la propia sociedad, con sus grietas y laberintos. Una historia que nos recuerda que estamos perdiendo algo por culpa de hacer castillos en el aire.
Nuestra calificación: (2/5)