LOS HÉROES DEL MAL (2015) de Zoe Berriatúa
“Los diabólicamente débiles”
Para Gabriel Ferrer,
por veinte años de amistad y uno de whatsapp
Al final de mi ya lejana adolescencia de chaval embutido en un corsé, cuando acababa de salir de un colegio privado para mí de infausto recuerdo en el que uno de mis pocos amigos se llamaba Gabi, se estrenó una modesta película española. Se titulaba “África”, la había dirigido un francotirador como Alfonso Ungría, y a mí me descubrió a Elena Anaya, una preciosa actriz joven que pertenecía al tipo de chicas reales que por entonces me gustaban. El protagonista, a quien encarnaba Zoe Berriatúa, llevaba unos mitones muy característicos, y era aficionado a correr como se corre a esa edad, sin más motivo que la desesperación. Poco tiempo después, quizás sugestionado por la posibilidad de conocer a mi propia Elena Anaya, también a mí me dio por correr y por llevar permanentemente mitones. Cuento todo esto para ilustrar que, por pequeña que fuera, “África” no resultó intrascendente para mí. Somos libres de construir nuestro yo adulto, siempre a base de retales y de plagios que acabamos interiorizando hasta el punto de que llegamos a olvidar a los ídolos de los que hacemos ingrata farsa; pero nunca acabaremos de entender ni de controlar por qué algunos arquetipos nos atraen y sus rasgos estéticos nos impresionan.
Ahora resulta que Gabi, que se fue a trabajar a Madrid y con quien yo había perdido un contacto que hace apenas un año recuperamos, es buen amigo de Zoe Berriatúa, que ha debutado como director con “Los héroes del mal”. Se trata de otra producción barata, respaldada por la Pokeepsie Films de Álex de la Iglesia y Carolina Bang, Kiko Martínez y su Nadie Es Perfecto, y La Bestia Produce, la productora que han fundado el director de esta opera prima y su director de fotografía, Iván Román. Aborda también las dificultades de la primera juventud a través de la historia de tres compañeros de un instituto a quienes une esa mezcla de afrenta y de orgullo que generan sentirse diferentes y ser víctimas de rechazo o de abuso. Y a buen seguro va a marcar, puede que a pocos, pero a algunos, muchachos de los que les ha tocado en suerte transitar entre esas dos edades justo en estos tiempos. Las historias se repiten con escasos cambios, y esa trágica ironía es una de las principales razones de que el cine tenga una inmensa capacidad de identificación y emoción.
La faceta que más destaca, y la que probablemente convierta “Los héroes del mal” en un film memorable, consiste en unas soberbias interpretaciones de su trío protagonista, que aventaja en edad a sus papeles sin menoscabo de la verosimilitud. Personajes e intérpretes (Aritz, Jorge Clemente; Sarita, Beatriz Medina; y Emilio Palacios, Esteban) destilan magnetismo. Quizás sea más interesante, por extremo, el primero, que se mueve entre la indefinición sexual y el masoquismo –a todo esto, la elección de uno de los actores de “El club de los incomprendidos” (Carlos Sedes, 2015), hace que el presente film funcione como el lado oscuro de Blue Jeans–; y el femenino es decisivo en por cuanto funciona como el fiel de una balanza; pero la sensible perplejidad del último acaba por ganarse definitivamente al espectador. Si la película se sostiene hasta el desenlace y la peripecia de los personajes interesa, es porque las encarnaciones son tan auténticas que se imponen a un relato que, por momentos, se torna errático; pero es que los pasos de las criaturas a las que sigue lo son. Berriatúa ha tenido el buen tino y la madurez de priorizar su desarrollo orgánico (su deslizamiento hacia el caos) antes que la progresión.
Hay, pues, una excelente dirección en ese apartado, así como en la puesta en escena de una violencia rodada con una crudeza que hace creíble la manera trivial en que los protagonistas se dejan arrastrar por esa espiral, lo que subraya su condición de cuento moral (los decisivos debates filosóficos acerca del bien y del mal durante los cual acuñan su infame nombre de guerra), que transcurre como en una ensoñación: los personajes no tienen aficiones, aunque sí particularidades (del que se nos dan más precisiones y al que Berriatúa designa intertextualmente su heredero al dotarlo de mitones, Esteban, viste de negro, hace fotografías con una cámara analógica y dibuja para matar el tiempo); y el proceso de autodestrucción tiene lugar de espaldas al resto del mundo, como si a nadie le importara (duermen fuera de casa, son expulsados del instituto sin más consecuencia que su propia degradación).
La fotografía de Iván Román, en tonos mortecinos, sigue una fértil y noble tradición de cine realista español, más refinada que otras muestras recientes, como “A cambio de nada” (Daniel Guzmán, 2015), que se pliegan más a la convención: pienso, por ejemplo, en la agilidad del seguimiento nocturno de Sarita, más bien corta de estatura y de apariencia frágil, que resulta naturalista a la par que sofisticado, y anticipa el peligro que se cierne sobre ella. “Los héroes del mal” es un compendio de influencias sutiles, sin énfasis, muy bien asimiladas: está la referencia obvia a “La naranja mecánica” (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), pero también resuenan en ella “La carnaza” (L’appât, Bertrand Tavernier, 1995), “Los amantes habituales” (Les amants réguliers, Philippe Garrel, 2005) y, sobre todo, “El joven Törless” (Der junge Törless, Volker Schlöndorff, 1966). Es por momentos afrancesada, pero no de una manera relamida – ¿cabe mayor mérito que el de esquivar ese pleonasmo?– y no han tenido que rodarla en blanco y negro y 16 mm para que se note. Todo ello denota una magnífica educación cinematográfica, debida en buena medida a un padre, el también director e investigador Luciano Berriatúa, experto en Murnau, y que le ha inculcado hábitos como el de trabajar el guion a partir de la música, que tienen una repercusión directa en el resultado. La banda sonora, compuesta por piezas clásicas curiosamente empleadas, de forma a ratos burlesca (lo que propicia alguna escena al estilo de Álex De la Iglesia, como las palizas al gordo en la cantina del instituto o a la maestra de Historia en el aula), a ratos románticamente nouvellevaguero (el instante en que la amada de Esteban le hace una cobra, al que la melodía aporta una pincelada majestuosa, sublime).
Con un punto de vista fluctuante para atender a los vaivenes en las relaciones de dependencia y dominación entre los distintos miembros del triángulo, y una planificación muy discreta pero medida, que nunca repite esquemas porque está atenta a la psicología de los personajes, a sus complicidades y distanciamientos, la cinta está asimismo muy bien montada (por Emilio Palacios), puntuada con sentido (los negros que jalonan el relato, el abrupto corte que hace aún más demoledor el plano final, los collages de los rostros de los adolescentes y el que resume el aprovisionamiento de la casa y la adopción de una vestimenta, en paralelo, para dar cuenta del ilusionante proceso de la creación de una identidad [anti]superheroica colectiva). La influencia (o la cercanía espiritual) a Álex de la Iglesia resulta engañosa: hay bizarría, pero ni una gota de costumbrismo. Tampoco estereotipos (tras las conductas de ciertos roles se adivinan caracteres, pero son demasiado complejos como para que puedan ser simplificados; solo la puta a la que interpreta Macarena García funciona propiamente en ese registro) y sí, por el contrario, simbolismo (la elección del lugar donde tiene lugar el desenlace, con un altar que subraya el carácter ritual de la ceremonia que acoge).
Para rehuir las fáciles explicaciones sociologistas (en el desenlace, Aritz niega que su condición de marginado o de infeliz sea achacable a la desestructuración familiar o a la extracción social –de hecho, Sarita reprocha a él y a Esteban que son “unos pijos”, y disponen de dinero para comer aunque casi no se les vea hacerlo, comprar drogas y mantenerse noches enteras fuera de casa sin dar explicaciones a los adultos), se juega a la descontextualización (el calendario de un restaurante chino fecha la acción en 2014, pero podría acontecer en cualquier momento de la España reciente; y Esteban viste con frecuencia una camiseta de Batman con el logosímbolo creado para la versión de Tim Burton de 1989, en un guiño vintage delator): no hay padres, sino figuras ausentes, y el pasado constituye una pura incógnita (varias de las reconstrucciones que los personajes hacen acaban por revelarse fantasiosas o directamente falsas). “Los héroes del mal” capta muy bien ese monotematismo entrecortado con que se suceden los periodos en que se divide la primera juventud –o al menos tal y como se la recuerda–, cuando se cree haber descubierto la ambigüedad gracias a un superhéroe presuntamente oscuro pero en realidad tremendamente ingenuo y, como uno se siente un dios, se decide por rebote jugar a ser malo; cuando un acontecimiento concreto deviene en obsesión, y al cabo del tiempo el recuerdo de esa fiebre provoca la nostalgia por ese territorio perdido, qué más da si infierno o paraíso, que fue escenario de aquellas pobres diabluras nuestras detrás de las que no había nada más que una diabólica pobreza de espíritu.
«The devilishly weak»