NEGOCIADOR (2014) de Borja Coebaga
“La comedia de la inmolación”
“Una película histórica”
En contra de lo que su tono lánguido podría inducir a pensar, “Negociador” es una película de contrastes. Pocas veces se da un desfase tan grande como el existente entre la unanimidad de los reseñistas en ponderar la calidad de un film y la discreción de su estreno (con treinta y cinco copias se ha lanzado en toda España casi seis meses después de que los espectadores del festival de San Sebastián pudieran verla en primicia); entre la liviandad de su producción y su escaso metraje (menos de ochenta minutos), por un lado, y su (fundado) autoconvencimiento de representar un hito para el cine español. No en vano, Borja Cobeaga ha declarado que aspiraba a rodar “una película histórica”, jugando con la doble acepción del término, esto es, un título señero para nuestra cinematografía y la recreación de un periodo felizmente concluido.
Resulta difícil discutirle la coherencia: algunos famosos gags de su época como artífice del programa televisivo “Vaya semanita” atestiguan su precoz interés por violentar esos límites, y su confianza en el carácter no culposo y el poder terapéutico de la risa. El realizador, que también ha definido su última obra como una “comedia pocha” o “bajonera” (de bajón), era consciente de que su propósito chocaba con un tabú y que probablemente sería tachado de frívolo por la inconveniencia de desacralizar los más de cuarenta años de terrorismo etarra. Sin embargo, cuando anunció su intención de dedicar una película a este asunto, bajo el título de “Fe de etarras” (un proyecto que se ha confundido con este “Negociador”, pero al parecer distinto y no desechado de cara a un futuro), ya advirtió Fernando Savater que seguramente quienes fruncirían el ceño serían los abertxales.
Perdido en la traducción
En todo caso, no ha ocurrido lo que en su día con el “Tiro en la cabeza” de Jaime Rosales (2008: una pieza en la que el crítico de “El País” Javier Ocaña ha querido ver, en la circunspección de “Negociador”, una suerte de parodia involuntaria), y Cobeaga ha podido ufanarse de haber recibido las mejores críticas de su carrera. Eso sí, aunque es evidente que esta su tercera dirección supone un cambio de tercio, los puntos de contacto con la prometedora aunque mal rematada “Pagafantas” (2009) y la injustamente fracasada en taquilla “No controles” (2010) abundan. En primer lugar, la dinámica de las relaciones entre los personajes de todos esos trabajos es idéntica: los protagonistas, melancólicos y testarudos, lo fían todo al éxito de una misión presumiblemente imposible: para Chema (Gorka Otxoa) se trata de conquistar a Claudia (Sabrina Garciarena), la chica ideal; para Sergio (Unax Ugalde), de recuperar a la exnovia, Bea (Alexandra Giménez); para Manu Aranguren (Ramón Barea), de lograr el desarme. Por ello, se apartan de los suyos, ya sean deprimentes parentelas o amigos fieles (el genial caricato Julián López en sus encarnaciones como Rubén y “Juancarlitros”, respectivamente); la novedad aquí consiste en que la soledad es consustancial al personaje. Literal, no metafóricamente.
Asimismo, todos los personajes centrales comparten unas mismas flaquezas, pues son tímidos, torpes, faltos de carácter y de atractivo por feos, desaliñados o faltos de gracia, y están peleados con la realidad: se visten anacrónicamente, sus valores y sus códigos de conducta son caducos y no saben desenvolverse en la actualidad –recuérdese el rechazo del tío Jaime (Óscar Ladoire) de “Pagafantas” de la fotografía digital, paralela a la ignorancia del manejo de los teléfonos móviles de Aranguren. Esa vulnerabilidad los hace potencialmente entrañables para las mujeres… pero en un sentido estrictamente no erótico: de ahí el fracaso del acercamiento a Sophie (Melina Matthews), la intérprete francesa, de un Aranguren que se autoengaña acerca de los sentimientos de esta como el pagafantas de su amada argentina –por cierto, en ambos casos el marcado acento de las extranjeras las dota de un plus de “sex appeal”. En cuanto a los espacios, también se advierten similitudes y coincidencias: el Bilbao hermoso pero espectral de la opera prima de Cobeaga anticipa el gélido no lugar en que se desarrolla “No controles”, un complejo hotelero cercano a un aeropuerto en Nochebuena, y este, a su vez, preludia claramente el anónimo y gris hotel de “Negociador”.
Deslizamientos progresivos del léxico
Construida a base de anécdotas no tanto verosímiles como verídicas salidas del libro del periodista Luis R. Aizpeolea “ETA, las claves de la paz: confesiones del negociador” (2011), como la confusión de Aranguren con el representante de ETA a su llegada al hotel o la alimentación a base de kebabs para respetar la prohibición de no pagar nada con tarjetas de crédito, y sutiles alusiones como el cumplimiento de la amenaza de Patxi (Carlos Areces) a Aranguren de que “se compre seis corbatas negras” por medio del asesinato de un amigo cuyo nombre la película evita pronunciar (digamos el nombre de la víctima: Isaías Carrasco); “Negociador” funciona como conjunto y adquiere sentido pleno a través de ecos, el “si no se puede preguntar qué vas a hacer está claro lo que vas a hacer” del responsable del PSE, rima con el “hay que ser muy tonto para no saber por qué estás aquí” del novio de Sophie (Raúl Arévalo); en el airado “¿te ríes de mí?” de este, resuena la frase pronunciada por el portavoz etarra, Jokin (Josean Bengoetxea), como reacción ante sendos gestos risueños de Aranguren, lo que apunta a la idea de la represión emocional, el sentido el ridículo y la falta de humor como origen psicopatológico de la hostilidad; la “llamada a consultas” del gobierno al protagonista después de un atentado que no causa víctimas, casa con la espantada de Jokin de la mesa de negociación, que se sobreentiende que responde a un golpe de autoridad de Patxi para sustituirlo y adoptar una postura de fuerza más a tono con la dirección de la banda…
El tipo de humor, al igual que en “Pagafantas” y en “No controles”, es eminentemente verbal o, mejor dicho, oral –es decir, que gira en torno a la palabra o a su omisión, a la incapacidad de comunicarse o a la inutilidad del lenguaje para canalizar los sentimientos y tender puentes, amorosos o sencillamente humanos, entre las personas. Ello se advierte, soterradamente, incluso en la manera de renombrar a las criaturas de “Negociador”, para que se reconozca a los individuos de quienes son trasuntos: así, Aranguren es el sosias de Jesús Eguiguren, miembro histórico (y polémico) del PSE; Jokin equivale a José Antonio Urrutikoetxea, alias Josu Ternera; y Patxi a Francisco Javier López Peña, el tristemente célebre Thierry. Logocéntricos son los chistes más arriesgados, como el de los escoltas (“te manda al paro”); y algún gag especialmente afortunado, de hecho, gira en torno a la intraducibilidad al inglés de “Euskal Herria” y “pueblo vasco” como cosas distintas. Especialmente afortunado, digo, en la medida en que la reducción al absurdo es tan elocuente como veraz; lo mismo que ocurre con el deíctico, tan cotidiano en el País Vasco reciente, con el que el protagonista se refiere a los otros (“estos”).
En esta clave, tan característica de los ambientes políticos viciados, según la cual jamás se enuncia directamente lo que se querría decir, sino que es imprescindible revestirlo o elidirlo, adquieren gran importancia los silencios: el montaje del prólogo, con cortes netos cada vez más rápidos de un primer plano Manu Aranguren –personaje quijotesco en toda la extensión del término, como sugiere su mismo aspecto: el corte de la barba–, y el chisporroteo de un trozo de carne al fuego, denuncia su achicharramiento, por dos razones inextricables, como son la angustia interior que, tras una máscara de impasibilidad, le produce la convivencia con la posibilidad permanente de un atentado, y la herida que le inflige que la mitad de sus conciudadanos le nieguen el saludo por discrepancias políticas. Y es que el protagonista se configura, sobre todo, como un ser en busca de cariño, cuando no de mero reconocimiento: aquí cabe citar de nuevo su fallida aproximación a Sophie, pero también su relación con una prostituta (María Cruickshank), en una escena en la que Aranguren resume la cuestión (semántica) vasca en una versión para “dummies”; y el desenlace circular, en el que, tras la ruptura de la tregua, Aranguren se sonríe sorprendido al recibir el saludo de “estos”, mientras suena una canción que afirma que “Es el final de la noche”.
Precisamente en esa condición mendicante subyace la dimensión más valiosa –también más controvertida– de una película cuyo discurso puede calificarse de ambiguo. Tanto la premisa de la que parte Aranguren (quien acabe con el terrorismo tiene que ser “de aquí”, porque solo ellos conocen y comprenden el problema desde dentro), como algunas declaraciones de Cobeaga en la misma línea (el presunto acierto táctico del gobierno socialista de haber enviado “al más nacionalista de los no nacionalistas”) se antojan a quien suscribe sendas falacias y, en el segundo caso, una contradicción en los términos. Son, mutatis mutandis, las premeditadas inconsecuencias que laten tras el título (un rotundo “Negociador” que sanciona el concepto de Josu Ternera/Jokin sobre lo que supusieron los encuentros de Oslo, mientras que contradice al protagonista, para quien solo se trataba de un “diálogo”), o tras la reciente reasunción, por parte de un amplio sector de la sociedad vasca y española en su conjunto que en su día se posicionó inequívocamente en contra de ETA y de sus trampas dialécticas, de la existencia de un “conflicto” (algo que Aranguren también niega dialécticamente pero de facto asume; lo mismo que, de palabra, ha hecho Cobeaga).
¿Un cineasta heroico?
Mas el rechazo de la violencia y sus coartadas es meridiano; y en su distanciamiento con respecto al protagonista (o sea, en la honesta mostración de ese patetismo, que se puede hacer extensivo al punto de vista propio) el film no solo se presta, sino que promueve la discusión. “No quise dirigir la primera parte de ‘Ocho apellidos vascos’ porque Urano estaba alineado con la cuarta luna de Júpiter y tengo ascendente Piscis”, tuiteó hace poco el director. La humorada no despeja la incógnita de por qué dejó pasar la oportunidad para consagrarse con un gran éxito popular, así que lo único cierto es que, pudiendo haber elegido a continuación qué hacer, se decidió por filmar esto, de lo que estamos hablando. En “Soldados de Salamina”, Javier Cercas dio una respuesta tentativa a la pregunta de qué es un héroe: “Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no ser un héroe”. Rizando el rizo, Cobeaga ha podido convertirse en tal justo por tener el coraje de asumir que había llegado la hora de que alguien se confundiera y acometiera una empresa imposible, entender que la comedia pionera sobre ETA tenía necesariamente que ser una anti comedia, y correr con las consecuencias.
“The immolation’s comedy”